martes, 16 de agosto de 2011

Diario del Camino de Santiago. Días 16,17, y 18.

“El amor me dio consejo; yo mis ojos le presté. No soy piloto, pero, aunque tú estuvieras lejos, en la orilla más distante de los mares más remotos, zarparía tras un tesoro como tú.”

“¡Quede el sueño en tus ojos, la paz en tu ánimo! ¡Quién fuera sueño y paz, para tal descanso!”    (W. Shakespeare)

Días 16, 17 y 18:

Llevo tres días en Galicia recorriendo una serie de caminos estrechos, llenos de bosque y de una vegetación absoluta. Se tratan ya de etapas más cortas y, a la vez, más intensas por sus paisajes, su cultura, sus olores, sus gentes, y por experiencias propias que voy viviendo en esta nueva tierra que tengo ante mí.



Para empezar, el Alto de Poio es famoso entre los peregrinos más experimentados por ser, según parece la máxima cumbre del Camino Francés en Galicia. Muy cerca también se encuentra el Alto de San Roque, con un monumento al peregrino, y con un hermoso valle que se derrama a tus pies.


En estos tres días he tenido la sensación de andar por otro lugar del planeta, otro camino distinto a los territorios ya pasados. Andar por Galicia supone adentrarse en una tierra que guarda paisajes llenos de un verdor puro, grandes montes salpicados por pequeños pueblos ganaderos, ríos y lagos, humedad y lluvia, senderos creados por fantasías infantiles, y un ambiente misterioso que envuelve esa paz natural que se respira. Eso es Galicia.


Todo lo anterior cogió un protagonismo especial en el día 17, justo en el trayecto entre Triacastela y un pueblecito de interior llamado Samos. Un tramo de unos 8 kilómetros en el que pasas a formar parte de la naturaleza más salvaje y bruta, donde tienes la sensación de que perderte supondría dejar de existir para la sociedad civilizada, un tramo que no viene indicado en la guía, y que ha significado lo más espectacular de todo mi Camino, por su belleza y armonía.


Llegando a Sarria pude salvar el calor que hacía, bañándome directamente en el río junto a mis amigas, con quienes compartí el camino de ese día, el baño de la tarde, y las literas en la noche. El trayecto hasta el pueblo en el que me encuentro hoy, Portomarín, transcurrió en solitario entre montes llenos de vacas pastando, y aldeas que desprendían un curioso olor a vino añejo a su paso. 


Para llegar hasta Portomarín, hay que cruzar un puente situado entre dos colinas, por donde pasa el río Miño, el cual, deja una bonita estampa a su paso por la zona. Esta población, enclavada en un sitio privilegiado, será mi refugio y descanso esta noche. Noche que recordaré seguramente.


“… a Luca, mi profesor particular de italiano, y mi amigo”.


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